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viernes, 28 de abril de 2017

RUSIA Y LA IGLESIA UNIVERSAL

XIV. EL CONCILIO DE CALCEDONIA




EL poder central de la Iglesia Universal es la base inconmovible de la justicia social porque es el órgano infalible a la verdad religiosa. El Papa León trataba no solamente de restablecer el orden moral quebrantado en el Oriente cristiano por las iniquidades del patriarca alejandrino, pero además de confirmar a sus hermanos orientales en la fe verdadera amenazada por la herejía monofisita. Iba en ello la verdad específica del cristianismo, la verdad del Hombre Dios.
Al sostener que Jesucristo después de la encarnación es exclusivamente Dios porque su humanidad quedó absorbida totalmente por la divinidad, los monofisitas trataban de volver, sin sospecharlo acaso, al Dios inhumano del paganismo oriental, ese Dios que consume a toda criatura y que no es más que un abismo insondable para el espíritu humano. En el fondo era la negación disimulada de la revelación y de la encarnación permanente. Pero como era una negación simulada, cobijada por la gran autoridad teológica de San Cirilo (que, insistiendo contra Nestorio en la unidad de la persona de Jesucristo, había dejado escapar a su pluma una fórmula inexta : Mía physis tou Theou Logou sesarchomene (la naturaleza una del Dios Verbo, encarnada), era necesario dar una nueva fórmula, clara y definitiva, de ia verdad de la humanidad divina. Todo el mundo ortodoxo esperaba esta fórmula del sucesor de San Pedro. El mismo Papa León estaba convencido de la importancia de la cuestión.

«El Salvador del género humano, Jesucristo -—decía—, al establecer la fe que atrae los impíos a la justicia y los muertos a la vida, derramaba en el espíritu de sus discípulos las admoniciones de su doctrina y los milagros de sus obras, a fin de que Cristo mismo fuese reconocido como Hijo único de Dios y como Hijo del Hombre. Porque una de estas creencias sin la otra no aprovechaba para la salvación, y era igualmente peligroso creer al Señor Jesucristo sólo Dios v no hombre, o solamente hombre y no Dios (haciéndose, en el primer caso, inaccesible a nuestra invalidez, y en un segundo, impotente para salvarme). Pero era necesario confesar a uno y a otro, porque así como la verdadera humanidad es inherente a Dios, así también la verdadera divinidad es inherente al Hombre. Fue, pues, para confirmar el conocimiento eminentemente saludable (saluberrimam) que el Señor interrogó a sus discípulos, y el apóstol Pedro, por revelación del Espíritu del Padre, superando lo corporal y sobrepujando lo humano, vio con los ojos de la inteligencia al Hijo de Dios vivo y confesó la gloria de la Divinidad, porque consideraba algo más que la sola sustancia de carne y de sangre. Y de tal manera se complació en la sublimidad de esta fe, que, declarado bienaventurado, adquirió la sagrada firmeza de la piedra inviolable, fundada en la cual la Iglesia debe prevalecer contra las puertas del infierno y contra las leyes de la muerte.
Y por esto en el juicio de toda causa nada será ratificado en los cielos más Que lo que fuere establecido por el arbitrio de Pedro (1).
Al profesar que la función fundamental de la autoridad eclesiástica —la de afirmar y determinar la verdad cristiana— es permanente en la cátedra de San Pedro que él ocupaba, León consideró de su deber oponer a la nueva herejía un nuevo desarrollo de la confesión apostólica. En su célebre epístola dogmática a Flaviano se considera intérprete inspirado del príncipe de los apóstoles, y así lo consideró todo el Oriente ortodoxo.
En el limonano (2) de San Sofronio, patriarca de Jerusalén en el siglo VII, hallamos la siguiente leyenda: Cuando San León hubo escrito su epístola a San Flaviano, obispo de Constantinopla, contra los impíos Eutiquio y Nestorio, la puso sobre el sepulcro del supremo apóstol Pedro, y con oraciones, vigilias y ayunos, suplicó al soberano apóstol diciendo : “Si he cometido error como hombre, suple lo que falta a mi escrito y suprime lo que contiene de más, tú, a quien Nuestro Salvador, Señor y Dios, Jesucristo, confió este trono y la Iglesia entera”. Después de pasados cuarenta días se la apareció el apóstol, mientras oraba, y le dijo: “He leído y he corregido”. Y habiendo tomado su epístola del sepulcro del bienaventurado Pedro, León la abrió y la halló corregida por la mano del apóstol» (3).

Nestorio

Esa epístola, verdaderamente digna de tal corrector, determinaba con claridad y vigor admirables la verdad de las dos naturalezas en la persona única de Cristo, y hacía imposibles para el futuro en la Iglesia los dos errores opuestos, el de Nestorio y el de Eutiquio.
La epístola de San León no fue leída en el latrocinio de Éfeso, lo cual constituyó la causa principal de casación invocada contra los decretos del falso concilio.
Dióscoro, que había podido obligar a la asamblea general de obispos orientales a condenar a San Flaviano y a suscribir una fórmula herética, halló inesperada resistencia cuando se atrevió a levantarse abiertamente contra el Papa. Este, informado por sus legados de lo ocurrido en Éfeso, reunió en seguida un Concilio de obispos latinos en Roma, y con su aprobación unánime condenó y depuso a Dióscoro.
El “faraón”, que había vuelto en triunfo a Alejandría, quiso engañar al Papa; pronto hubo de apercibirse que no tenía que habérselas con vanas pretensiones, sino con un poder espiritual vivo, que por doquiera imponía a las conciencias cristianas. El orgullo y la audacia del usurpador eclesiástico se estrellaron contra la verdadera piedra de la Iglesia. Usando de todos los medios de violencia que le eran habituales, sólo consiguió forzar a diez- obispos egipcios a que le prestaran sus nombres para condenar al Papa León (4). En Oriente mismo todo el mundo miró a éste impotente insulto como un acto de demencia, que acabó de perder al “faraón” egipcio.
El emperador Teodosio II, defensor de dos herejías opuestas, protector de Nestorio y de Dióscoro, acaba de morir.
Con el advenimiento de Pulquería y de su nominal esposo Marciano, se abrió una brevísima fase en la que el Gobierno imperial, según parece por convicción religiosa, se puso decididamente al servicio de la buena causa. Esto bastó para devolver en Oriente el valor a los obispos ortodoxos y para atraer a la ortodoxia, que el nuevo emperador profesaba, a todos aquellos que sólo se habían pasado a la herejía por complacer a su predecesor. Pero el mismo emperador ortodoxo tenía poca confianza en esos obispos versátiles. Para él la suprema autoridad en materia de religión correspondía al Papa.
«En lo que concierne a la religión católica y la fe de ios cristianos —leemos en la carta imperial a San León— hemos creído justo dirigirnos primeramente a tu santidad que es el inspector y el jefe de la fe divina (tente sen agiosynen episkopevousan kai archousan tes theias písteos)1» (5). Con la autoridad del Papa (sou authentountos) debe el futuro concilio, según el pensamiento del emperador, alejar'de la Iglesia todo error impío e inagurar una paz perfecta entre todos los obispos de la fe católica (6). Y en otra carta, que fué
poco después de la primera, el emperador afirma de nuevo que el concilio deberá reconocer y exponer para el Oriente lo que el Papa ha decretado en Roma (7).
La emperatriz Pulqueria usa del mismo lenguaje, asegurando
al Papa que el concilio “definirá la confesión católica, como lo exigen la fe y la piedad cristianas, con tu autoridad (sou authentountos”) (8).
Reunido en Calcedonia el Concilio ecuménico (en 451), bajo la presidencia de los legados romanos, el primero de entre ellos, el obispo Pascasino, se levantó y dijo: “Tenemos instrucciones del bienaventurado obispo apostólico de la ciudad de Roma, que es el jefe de todas las Iglesias, y él nos prescribe no admitir a Dióscoro en el seno del Concilio» (9). Y el segundo legado, Lucencio, explicó que Dióscoro estaba ya condenado por haber usurpado el derecho de juzgar y por haber convocado un Concilio sin consentimiento de la sede apostólica, lo que nunca había ocurrido antes y que estaba prohibido (oper oudépote gegonen oude exon genesthai) (10).
Después de largas conferencias, los representantes del emperador declararon que Dióscoro no participaría como miembro en el Concilio, pero que comparecería como acusado, porque después de ser condenado por el Papa había incurrido en nuevos motivos de acusación (11).
El juicio fue precedido por la lectura de la epístola dogmática del Papa, a la que todos los obispos ortodoxos aclamaron diciendo: “Pedro ha hablado por boca de León” (12). En la sesión siguiente muchos clérigos de la Iglesia de Alejandría presentaron una súplica dirigida “al santísimo y muy amado de Dios, arzobispo universal y patriarca de la grande Roma, León y al Santo Concilio ecuménico de Calcedonia”.
Era un acta de acusación contra Dióscoro, el que —decían los demandantes—, “tras de haber confirmado la herejía en un concilio de bandidos y haber muerto a San Flaviano, intentó otro crimen mayor aún, la excomunión del santísimo y sacratísimo trono apostólico de la grande Roma» (13).
El Concilio no creyó tener derecho de juzgar nuevamente a un obispo ya juzgado por el Papa, y propuso a los legados romanos se pronunciara la sentencia contra Dióscoro (14), cosa que hicieron en estos términos, después de enumerar todos los crimines del patriarca alejandrino : “El santísimo y bienaventurado arzobispo de la grande y antigua Roma, León, por nosotros y por el santo Concilio aquí presente, con el tres veces bienaventurado y gloriosísimo apóstol Pedro, que es la roca y fundamento de la Iglesia católica y la base de la fe ortodoxa, ha privado a dicho Dióscoro del rango episcopal y le ha privado de toda dignidad sacerdotal (15).
El solemne reconocimiento de la autoridad suprema del Papa en el Concilio de Calcedonia fue coronado con la epístola de los obispos orientales a León, en que le atribuían el mérito de todo lo que se habla hecho en el Concilio: “Eres tú, le escribían, quien por tus vicarios has dirigido y mandado (hege monéves) a toda la muchedumbre de los Padres, como la cabeza manda a los miembros (os kephale melón), mostrándoles el verdadero sentido del dogma” (16).  
Para rechazar como usurpación y error el primado de poder y la autoridad doctrinal de la sede romana, no basta, como se ve, declarar usurpador y hereje a un hombre como San León el Grande; es necesario además acusar de herejía al concilio ecuménico de Calcedonia y a toda la Iglesia ortodoxa del siglo V.Tal es la conclusión que se desprende con evidencia de los testimonios auténticos que acaban de leerse.
(1) 5, Leonis Magni opera. (Migue), t. 1, col. 309.
(2) Especie de crestomatía de relatos edificantes.
(3) Ver en las Memas rusas, vida de San León papa.
(Menias, o menologio, martirologio por meses.) (N. del T.)
(4) Concilliorum collectio. (Mansi), VI, 510,
(5) Ibid., 93.
(6) Ibid.,
(7) Ibid,, 100.
(8) Ibid., 101.
(9) Ibid., 580, 1.
(10) Ibid.,
(11) Ibid,, 645.
(12) Ibid., 972.
(13) Ibid., 1005, 9-
(14) Ibid., 1045.
(15) Ibíd., 1048.
(16) IbU.-, H8.




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