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sábado, 27 de mayo de 2017

EL CORAZÓN ADMIRABLE DE LA MADRE DE DIOS







¿Qué palabras habría yo de emplear -exclama San Juan Damasceno- para expresar la gravedad de vuestro andar, la modestia de vuestros vestidos, lo gracioso de vuestro semblante? Vuestro vestido era siempre honesto, vuestro andar grave y acompasado, muy lejos de la ligereza; vuestra conversación era dulcemente grave y dulce con gravedad; vos huíais en lo posible el trato con los hombres, erais obedientísima y humildísima, no obstante vuestra contemplación tan elevada; en una palabra, fuiste siempre la mansión de la Divinidad" (24). Así es como la bienaventurada Virgen ha llevado y glorificado a Dios en su cuerpo, por lo que debe ser alabada y glorificada por todos los cuerpos y todos los espíritus que existen en el universo.
La quinta excelencia de este nobilísimo cuerpo se halla comprendida en estas divinas palabras que tanto venera la santa Iglesia, hasta el punto de no pronunciarlas sin doblar antes las rodillas en tierra: palabras que colman al cielo de alegría, la tierra de consuelo y al infierno de terror; palabras que constituyen el fundamento de nuestra religión y el manantial de nuestra eterna salvación: "Verbum caro factum est»: El Verbo se hizo carne". ¿Qué carne es ésta que con tanto respeto se menciona? Es la carne purísima de la Virgen Madre, que el Verbo eterno ha distinguido de tal manera que la ha unido personalmente a ella y la ha juntado a su propia carne, hasta el punto de poderse afirmar con San Agustín, que la carne de María es carne de Jesús, y que la carne de Jesús es carne de María: "Caro Jesu est caro Mariae» (25). ¡Oh incomprensible dignidad de la carne de María! ¡Oh excelencia admirable de su cuerpo virginal! ¡Oh, cuánta veneración se merece un cuerpo adornado de tantas y tan extraordinarias perfecciones  ¡Oh, qué honor se merece un cuerpo tan honrado por Dios!
§ 2. ELEVACIÓN DE SANTA BRIGIDA
Oración divinamente inspirada a Santa Brígida, en la que se honran y veneran de modo admirable los santos miembros del sagrado cuerpo de la Virgen Madre, y el santo empleo que de los mismos hizo.
¡Dignísima Señora y queridísima vida mía, Reina del cielo y Madre de Dios, cierta estoy de que los moradores del cielo se ocupan incesantemente en cantar con espléndido gozo las alabanzas de vuestro glorioso cuerpo, y que por mi parte soy indignísima de pensar en Vos; deseo, sin embargo, con toda mi alma alabar y bendecir en la tierra cuanto me sea dado, vuestros preciosos miembros.
¡Bendita sea, por tanto, oh sacratísima Virgen María, dignísima Señora mía, vuestra sagrada cabeza aureolada de gloria inmortal, y más esplendente, sin comparación, que el sol; y benditos sean vuestros hermosos cabellos, rayos todos ellos más luminosos que los del sol, que representan vuestras divinas virtudes, las cuales tenéis en tan gran número que no pueden ser enumeradas como no pueden serio los cabellos de la cabeza.
¡Bendita sea, Santísima Virgen adorabilísima Señora mía, vuestra modestísima faz, más blanca y brillante que la luna, pues nunca alzó fiel alguno la vista hacia vos en este mundo tenebroso, que dejase de experimentar en su alma alguna consolación espiritual! ¡Benditas sean, oh sacratísima Virgen María, queridísima Señora mía, vuestras cejas y vuestros párpados, más brillantes que los rayos del sol! ¡Benditos vuestros ojos tan pudorosos, que nunca jamás apetecieron nada de las cosas perecederas que en este mundo vieron; y además cuando los elevabais al cielo, vuestras miradas eclipsaban la claridad de las estrellas delante de la corte celestial! ¡Benditas, oh sacratísima Virgen, mi soberana Señora, sean vuestras bienaventuradas mejillas, más blancas y encendidas que el alba, que aparece en su orto de una albura y rosicler tan agradables; y así, durante vuestra permanencia en este mundo, vuestras mejillas castísimas se coloreaban de una belleza en extremo brillante a los ojos de Dios y de los Ángeles, ya que ni la vanagloria ni la pompa mundana os alcanzaron! ¡Benditas y adoradas sean, oh amabilísima María, y queridísima Señora mía, vuestros casticismos oídos, cerrados siempre a las palabras mundanas que pudieran profanarlos.
¡Bendita, oh Virgen santa, divina María, soberana señora mía, vuestra nariz sagrada, cuyas respiraciones todas se acompañaron de un suspiro de vuestro Corazón y de elevaciones de vuestra alma hacia Dios, aun durante vuestro sueño. Suba hasta vuestro santo olfato el suavísimo olor de toda clase de alabanzas y bendiciones, más excelente que el de dolorosísimas hierbas, y delicados perfumes! Loada sea infinidad de veces, oh Virgen sagrada, divina María, santísima Señora mía, vuestra bendita lengua, incomparablemente más agradable a Dios que todos los árboles frutales. Pues no solamente no pronunció jamás palabra ofensiva a nadie, sino que ni profirió palabra siquiera que no aprovechase a otros.
Cuantas palabras pronunciaba iban sazonadas con una prudencia y dulzura tan grandes, que nunca hubo fruto tan delicioso al gusto, ¡tan agradable era escucharlas! Alabada sea eternamente, oh preciosísima Virgen, oh divina María, Reina y Soberana mía, alabada sea vuestra digna boca con sus santos labios, más bellos sin comparación que todas las rosas y las más placenteras flores; singularmente por aquella benditísima y humildísima palabra que pronunció, ante el ángel venido del cielo a Vos, cuando puso Dios por obra el decreto de la Encarnación en el mundo, predicho antes por boca de los profetas. Ya que en virtud de esta santa palabra debilitasteis el poder del demonio en el infierno, y fortificasteis los coros angélicos en el cielo.
Oh María, Virgen de las vírgenes, Reina mía y única consolación después de Dios, benditos sean por siempre, ya que ningún otro empleo hicisteis de estos santos miembros que no se dirigiese a honrar a Dios o al amor del prójimo. Y como los lirios se mueven al soplo del viento, así vuestros sagrados miembros tan sólo se movían y actuaban bajo el impulso y dirección del Espíritu Santo.
Benditos sean de todo corazón, Princesa mía, fortaleza y delicia mías, benditos sean vuestros santísimos brazos, benditos vuestros sagrados dedos y purísimas manos, adornadas de tantas piedras preciosas como acciones realizaron; ya que por la santidad de vuestras acciones atrajisteis fuertemente a Vos al Hijo de Dios, al par que vuestros brazos y manos le estrecharon fuertemente contra el Corazón, con el más ardiente amor de madre que imaginarse pueda.
Benditos sean con todo mi afecto, Reina de mi corazón, luz de mis o os, benditos y glorificados sean vuestros sagrados pechos, dulcísimas fuentes ambos de agua viva, y aun mejor, de leche y miel, que alimentaron y dieron la vida al Creador y a las criaturas, que nos procuran continuamente los remedios necesarios a nuestros males, y refrigerio en nuestras aflicciones.
Bendito sea, oh María, Virgen gloriosa, gloriosísima reina mía, bendito sea vuestro precioso pecho, más puro que el oro fino; pues que vivió oprimido bajo el dolor de violentísimos dolores, cuando en el Calvario, escuchabais los golpes de los esbirros con el martillo sobre los clavos con que taladraban las manos y pies de vuestro amadísimo Hijo. Y, aunque tan ardientemente lo amabais, preferisteis sin embargo sobrellevar aquel terrible suplicio y verle morir por la salvación de las almas, antes que verle vivir dejando morir a las almas con muerte y perdición eternas. Por lo cual permanecisteis firmes y constantes en medio de los más crudos tormentos, con una plena conformidad con la divina Voluntad.
Amo, venero y glorifico, Virgen incomparable, amabilísima María, vida y alegría de mi corazón, con toda mi alma, vuestro dignísimo Corazón, tan encendido en ardentísimo celo de la gloria de Dios, que las llamas celestiales de vuestro amor se elevaban hasta el Corazón del Padre eterno, atrayendo a su Hijo unigénito, con el fuego del Espíritu Santo, a vuestras purísimas entrañas, quedando no obstante, en el seno del Padre.
Alabanza y bendición eternas, oh María, adorabilísima Señora, Virgen a la vez purísima y fecundísima, a vuestras benditas entrañas que produjeron el fruto admirable, que da infinita gloria a Dios, y es la incomprensible alegría de los Ángeles y la vida eterna de los hombres.
Alabanza inmortal, sapientísima Virgen, Soberana Señora mía, alabanza inmortal a vuestros sacratísimos pies, que llevaron al Hijo de Dios, y rey de la gloria en el período en que vivió encerrado en vuestro virginal vientre. ¡Oh¡ ¡Qué hermoso seria contemplar la modestia, majestad y santidad con que Vos caminaríais! Sin duda que no disteis paso alguno que no contribuyese a contentar de modo especialísimo al Rey del cielo, y a llenar de dicha a la celestial corte.
Adorados, alabados y glorificados sean, ¡Oh admirable María, divina Virgen, Amabilísima Madre, adorados sean el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, en su incomprensible majestad, por cuantos favores dispensaron a vuestro santísimo cuerpo, agradabilísima morada del que alaban los ángeles todos en el cielo y venera la Iglesia entera sobre la tierra! Honor por siempre, alabanza perpetua, bendición, gloria e infinitas acciones de gracias a Vos, mi Señor, Rey y Dios mío, que creasteis esta nobilísima y purísima Virgen, y la hicisteis vuestra digna Madre, por todas las alegrías con que, por su medio, habéis colmado a los ángeles y santos del cielo, por todas las gracias que habéis distribuido a los hombres en la tierra, y por cuantas consolaciones habéis departido a las almas que penan en el purgatorio» (26).
 




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